martes, 29 de marzo de 2011

Hijos

Hijos

Hace tiempo que me reclaman palabras, quizá sea porque todavía no están en condiciones de entender que, por más que busque, no hay palabras para los hijos, si no, pregúntenle a Dios, que tanto amó al suyo, que cuando este le pidió una respuesta, le contestó con una cruz. De todos modos, estas manos que están envejeciendo y esta cabeza que anochece, se arrastran o se levantan todavía y lo seguirán haciendo, mientras sea mi vida el pan que necesiten y sépanme siempre suyo, porque lo que está alguna vez deja su espacio para ocupar otro tiempo, en cambio lo que es, permanece como la vida, que añora mansamente los pasos de la muerte, sin alterar su camino. Con ustedes, aunque no lo crean, aprendo todos los días a ser chico de nuevo, porque la única regla es, en la medida de lo posible, no dejar nunca de lado al pequeño que fueron y que son, aún cuando tengan ochenta años, porque aunque el niño parezca frágil, es el más fuerte para soportar el dolor por tremendo que sea, porque su grandeza inmensurable y su descomunal inocencia, le ayudan mansamente a absorber el golpe, no importa de donde éste venga ni la intensidad que lleve en su impulso brutal, el niño, en si mismo, es único en capacidad de asombro y de perdón y fundamentalmente porque si no dejamos de ser niños, habremos dado el único paso que nos separa de la eternidad. Por lo demás, tomen estos ojos míos, definitivos e inalterables de amor, para que siempre les indiquen donde encontrarme, aún después que mi carne y mis huesos se hayan convertido en banquete para el sol. Para ese entonces, mi sonrisa y mis besos serán para ustedes una copa repleta e inagotable de antaños con la que les ordeno que brinden y se abracen, sin falsas emociones, sabiendo que va a ser imposible no encontrarme, porque va a bastar con asomarse al Lezama, para ver pasar una gorra con visera y un mameluco desflecado, flameando sobre una bicicleta rodado 16. Entonces, cuando esto suceda, esperen un poquito, que doy una vuelta más hasta el surtidor de agua de luna y oro al pie y al costado de la barranca grande, que nosotros llamábamos la “Montaña Rusa”, para traerles un poco más de infancia, que los refresque y consuele. Y perdón, hijos, perdón, por no haber sido hasta ahora, todo lo brillante y fuerte que soñaban, pero más no pude amarlos, más no pude crecerlos y aunque este no sea mi mejor escrito, se que es el que más siento, el que más me duele, el que más me ayuda a decirles, perdón por no haber sido mejor.-
Por siempre de ustedes.
Papa


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